“Beso entre vapores”, por Abdel M.
A diferencia de mis amigos de infancia, no recuerdo que me traumatizara que mi mamá Farida me dijera, al alba de mi pubertad, que no podía ya entrar con las mujeres en el hamam. No es que no disfrutara de los momentos que pasaba en compañía de las mujeres en los baños públicos, de su olor a azahar y jazmín, de las confidencias entre amigas, pero sentía ya un vivo interés por los hombres. Al principio, me sentí un poco cohibido al contacto de la recia piel masculina cuando frotaba las espaldas de mis primos; nada que ver con la dulzura femenina.
Según fue pasando el tiempo, empecé a disfrutar del calor casi sofocante, del olor a resina y almizcle, de la visión de los cuerpos semidesnudos de los hombres que venían al hamam, de los masajes que les daba. Allí tuvieron lugar mis primeras experiencias eróticas: tímidos roces de manos, toqueteos inocentes y ¡cómo olvidarlo! mi primer beso. Fue con Kamal, un chico de mi edad que conocía del barrio. Me gustaban su manera de andar y su pelo ensortijado, me embelesaban sus ojos verdes y su voz grave. Era ya muy tarde y sólo estábamos él y yo en las duchas del hamam. Nunca me habría atrevido a entablar conversación, pero él se acercó a mí mientras me secaba. Me preguntó algo, una mera excusa para acercarse. Sentí que el corazón se me salía del pecho, mas intenté aparentar tranquilidad. Fue entonces cuando me estrechó entre sus brazos y me besó lenta y apasionadamente. Inocente como era, siempre había pensado que oiría violines en mi cabeza como en las películas. No fue así: sentí una paz interior muda y una pulsión sexual notable que tuve que satisfacer en otras circunstancias más propicias.
El chirrido de los goznes de la puerta exterior nos indicó que la hora de cerrar se acercaba, así que Kamal se separó de mí sin mediar palabra y salió a toda prisa, a medio vestir. Creo que nunca volví a ese hamam, pero tuve otras experiencias en otros lugares, siempre con discreción, pues era consciente de que podían condenarme a tres años de prisión. A Kamal me lo volví a cruzar varias veces, pero su mirada huidiza me evitaba. Él se casó y ascendió socialmente, yo me negué a ir contra mi naturaleza y me enemisté con mi entorno. Tiempo después, alcanzada ya la meta de instalarme en un país donde se respeta generalmente mi orientación afectivo sexual, pero se me discrimina a veces por mis orígenes, he entrado en saunas. En ellas busco ese ambiente que tanto me excitara antaño. Inútilmente.